Nunca ha habido 100 días así.
El presidente Donald Trump tomó posesión de su segundo mandato en enero con la intención de transformar Estados Unidos y su lugar en el mundo. Desde sus primeras horas en el cargo ha impulsado de manera implacable la política interior, económica y exterior en direcciones novedosas y arriesgadas; ha implementado una motosierra a la fuerza de trabajo federal; ha desafiado la autoridad de los tribunales, y ha tratado de purgar la influencia liberal del gobierno, la educación y la cultura.
El resultado ha sido una mezcla caótica de iniciativas nuevas, reacciones agresivas judiciales, políticas y económicas y cambios vertiginosos. Ha puesto a prueba la capacidad del país para procesar las disrupciones y la resistencia de la democracia estadounidense frente a un presidente cuya visión de su poder ha suscitado advertencias de autoritarismo progresivo.
Con una rapidez pasmosa, los conflictos que consumen un día suelen dar paso a otros totalmente nuevos como indultar a los alborotadores del 6 de enero, despojar a funcionarios caídos en desgracia y a exasesores de sus equipos de seguridad, proponer convertir a Gaza en una ciudad turística y a Canadá en el estado número 51 del país, culpar de un accidente aéreo a las iniciativas de diversidad, presidir una polémica reunión de gabinete con Elon Musk, designar a sus abogados personales para dirigir el Departamento de Justicia, despedir a inspectores generales, cerrar USAID, desencadenar una guerra comercial mundial, reprender al presidente de Ucrania en el Despacho Oval, deportar a inmigrantes sin el debido proceso y acercarse a una crisis constitucional al desafiar a los jueces en múltiples ocasiones.
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